Mi primer cuento publicado: «El último puente de Margarita Canales»

En marzo de 2024, la historia de Margarita me tocó profundamente. Motivada por este suceso, escribí un cuento que fue seleccionado para formar parte de la colección ‘Crónicas del Altiplano‘, publicada en diciembre de 2024 junto a otros autores de Latinoamérica.

Hoy, quiero compartirla contigo.

Cuento «El último puente de Margarita Canales», de la publicación «Crónicas del Altiplano»

El último puente de Margarita Canales

Era el lunes cuatro de marzo del dos mil veinticuatro, pasadas las tres de la tarde. El sol calentaba con intensidad y un cielo azul despejado mostraba nubes blancas en figuras hermosas, como pinceladas tenues sobre un lienzo celeste. Emilio y Margarita, una pareja que llevaba más de cuarenta años juntos, estaban en su pequeña parcela de tierra en Anchachuasi. En la tarde irían a su piscigranja ubicada en las faldas de las montañas, con la intención de dejar los víveres que habían comprado en el centro poblado. Después, volverían a su casa, donde tomarían un mate de menta acompañado del pan chapla y queso. Rezarían y se irían a dormir juntos.

Emilio y Margarita habían decidido embarcarse en la aventura de la piscigranja hacía cinco años, justo antes de la pandemia. Motivados por sus vecinos emprendedores en la cría de truchas y venta de alimentos a los choferes que paraban en la vía para alimentarse de sudado o trucha frita, vieron en esta actividad una oportunidad para mejorar su situación económica.

La leche de sus tres vacas, la crianza de sus dos chanchitos y la venta de yerbas no les proporcionaba suficientes ingresos para subsistir. La piscigranja se convirtió en una oportunidad, una apuesta por la autosuficiencia en medio de las montañas. Con cinco pozas artesanales construidas con tubos donados por su compadre Gerardo y un sistema de canalización de agua aprendido de sus vecinos, Emilio y Margarita se habían convertido en expertos en la cría de truchas. No era una actividad fácil; requería un cuidado especial del agua, que debía ser ni muy turbia ni muy fría. Las épocas de lluvia, con sus fuertes precipitaciones, eran especialmente difíciles, ya que se producían muertes masivas de truchas.

El camino hacia su destino se había complicado debido a las fuertes lluvias de los últimos días. Ellos habían construido un puente peatonal rudimentario directo a su piscigranja, hecho con pedazos de madera clavados en dos largos troncos que cubrían el río Apacheta, y habían instalado una soga de forma aérea para que se sujeten. Lo que sólo permitía que cruce una persona a la vez. Sin embargo, este puente había colapsado por el intenso caudal, lo que los obligaba a caminar un kilómetro adicional hacia el puente peatonal antiguo de Tío Pampa.

Margarita, una mujer menuda de sesenta y tres años y de espíritu indomable, llevaba una manta colorida con algunos víveres en su espalda, azúcar, fideos y aceite, caían en sus hombros dos hermosas trenzas largas negras que caían, y sobre su cabeza el sombrero negro que usaba diariamente. Emilio, un hombre flaco de cabello entrecano y mirada cansada pero determinada, con sombrero marrón en la cabeza, cargaba una mochila con lo esencial: coca para chacchar y habas tostadas para el camino.

El día había comenzado temprano para la pareja. Después de extraer agua del río para preparar el desayuno, ambos se ocuparon de deshierbar el pequeño sembradío de papa y maíz que mantenían con tanto esmero, temprano era el mejor momento, porque al mediodía el calor era intenso y quemaba como un látigo. Luego fueron a buscar a mamacha Felly, tenían que pagarle la cuota que le debían del préstamo que hicieron para comprar alimento para sus truchas.

Tomaron caldo de gallina de almuerzo, cortesía de sus compadres, se habían unido a la cosecha comunitaria de olluco y oca. El trabajo en equipo era una parte fundamental de la vida en Anchachuasi, donde cada miembro de la comunidad se ayudaba mutuamente en las tareas agrícolas: la minka. Además de la recompensa del almuerzo, también se llevaron un poco de lo recolectado. Margarita había adelantado el paso a la piscigranja, Emilio la alcanzaría luego de arreglar su camión azul que llevaría para recogerla y volver juntos a su casa.

«Voy avanzando, Emilio, nos vemos en la pista«, le dijo con voz firme mientras se acomodaba bien la manta. Era una tarde soleada, debían ir a la piscigranja y luego volver antes del atardecer, era peligrosa la carretera en la oscuridad, estaba destrozada por huecos que imposibilitaban manejar con seguridad, habían sucedido fatídicos accidentes por esa zona, la urgencia por llegar a la piscigranja se hizo evidente en sus movimientos.

Emilio, con algunas herramientas en la mano, asintió con la cabeza. «Ya voy, mujer, termino de arreglar esta carcocha y te espero en la carretera», respondió con la confianza de quien ha hecho esa rutina varias veces. Su camión azul, un viejo Chevrolet del año setenta y cinco, los acompañaba desde hacía cinco años. Había sido la herencia del hermano de Margarita, quien lo había dejado en sus manos tras su fallecimiento.

El vehículo, con la pintura descascarada y los asientos de cuero agrietados, llevaba en sí las marcas del tiempo y las duras faenas rurales. Constantemente, Emilio se enfrentaba a los mismos problemas: el motor se recalentaba en los días de mucho trabajo, la caja de cambios rechinaba y la batería solía descargarse inesperadamente. Sin embargo, pese a sus achaques, aquel camión seguía siendo un fiel compañero en su ardua vida en el campo.

El puente de Tío Pampa, una estructura rudimentaria hecha de sogas laterales hace veinte años, se mecía ligeramente con el viento. Tenía dos soportes de arcos de concreto en cada extremo que tensaban las sogas y sostenían la base formada por pedazos de maderas anclados a dos ramas gruesas, algunos de los pedazos de madera se habían roto o caído.

Las aguas tumultuosas del río, crecidas por las lluvias de la estación, rugían debajo del puente. Margarita, una mujer de acción, avanzaba enfocada en dejar los víveres, alimentar a las truchas y luego esperar a Emilio para volver juntos.

Emilio pudo arreglar el camión, llegó al punto acordado de la carretera casi a las cinco de la tarde, algo en el ambiente cambió. Sintió una helada brisa de aire y el ruido del río pareció aumentar de manera repentina. Buscó con la mirada a Margarita, pero no la veía, ella siempre era puntual. Cruzó el puente, la buscó en la piscigranja.

«¡Margarita, Margarita!», gritó, su voz resonando entre las montañas. No hubo respuesta.

El corazón de Emilio comenzó a latir con fuerza. Una sensación de angustia se apoderó de él. ¿Dónde estaba Margarita? Caminó y siguió la ruta que ella había tomado; se veían las huellas de sus pisadas en el barro al borde del puente, pero del otro lado no había huellas frescas. La sangre se le heló. Continuó la búsqueda, tratando de no darle cabida a los pensamientos negativos.

El puente peatonal, una reliquia del pasado y testigo de tantas historias y desafíos, no pudo soportar a Margarita en un resbalón. Era la única explicación que se le ocurría; hacía unos años había pasado lo mismo con el hijo de su prima Albina. Cada día que pasaba, las sogas y la madera se desgastaban más, debilitadas por el peso de los años y el implacable curso del río.

La comunidad de Anchachuasi había solicitado en múltiples ocasiones el mantenimiento del puente, pero sus ruegos parecían perderse en la vastedad de las montañas. En un entorno donde la naturaleza dictaba sus propias reglas, las pocas infraestructuras humanas luchaban por sobrevivir. Ante un gobierno que no comprendía la importancia vital del puente para la comunidad, dejando una sensación de abandono y resignación.

Luego de recorrer la ruta y sin poder encontrar a Margarita, Emilio corrió hasta la piscigranja de su amigo Gerardo en busca de ayuda. La falta de señal telefónica los llevó hasta Anchachuasi, donde localizaron al presidente de la comunidad que podría contactar con las autoridades. La noche les había ganado, pero la urgencia por encontrar a Margarita no disminuyó.

Los días siguientes fueron una sucesión de esfuerzos desesperados de los bomberos y policía de rescate por localizar a Margarita. Mientras no se encontrase su cuerpo, había esperanza de volver a verla y escuchar su suave voz. El clima adverso, las lluvias constantes y la falta de alumbrado eléctrico complicaban la búsqueda. Fue solo después de cinco días agónicos que encontraron su cuerpo en una orilla, atrapado entre unas piedras, a doscientos metros río abajo de su piscigranja.

La comunidad se unió en el dolor. El velorio de Margarita fue un testimonio conmovedor de la vida en el campo, donde la solidaridad y el apoyo mutuo son más que un deber; son una forma de vida. Emilio, junto a sus cinco hijos, cargó el féretro hasta el Cementerio Comunal de Anchachuasi. Las lágrimas caían raudamente mientras los recuerdos de Margarita llenaban sus corazones. El aire, impregnado del olor de las flores, resonaba con el murmullo de oraciones y suspiros. La música del violín y el arpa, presentes en el ritual de despedida, llenaba el ambiente con notas melancólicas, añadiendo un toque de solemnidad y belleza a la despedida.

La partida de Margarita dejó un sinsabor en la comunidad. Pudo haber sido cualquiera de ellos; ese puente era un peligro, y, sin embargo, era la única forma que tenían muchos para llegar a sus hogares o a sus cosechas. Emilio sabía que la vida en el campo enseña lecciones duras pero valiosas. No era la primera vez que enfrentaba la pérdida, pero ahora se trataba de su compañera de vida. Ellos ya no tenían hijos que dependían de ellos; trabajaban solo para subsistir ambos y apoyar a sus hijos cuando sobraba algo. La ausencia de Margarita dejó un vacío que resonaba en el silencio de las noches, un recordatorio constante de la fragilidad de sus vidas en medio de la naturaleza.

De vuelta en la piscigranja, Emilio se aferró al trabajo. Sabía que el dolor se desvanece con el tiempo, reemplazado por el impulso de seguir adelante. Las truchas necesitaban cuidados, las cosechas seguían su ciclo. La vida continuaba, implacable y llena de desafíos. Tras el entierro de Margarita, Emilio soñó con ella, caminaba entre las pozas de truchas con una sonrisa serena mientras tarareaba su canción favorita, “Coca Quintucha”:

Ay, justo cielo, cielo bendito

Ay, justo cielo, cielo bendito

¿Por qué delito padezco tanto?

Ñujachi karjani mamay waqachiq

¿Por qué delito padezco tanto?

Ñujachu karjani taytai llaquichiq

En el lugar donde encontraron el cuerpo de Margarita, se construyó una cripta sencilla pero significativa que rinde homenaje a su vida y a su fallecimiento. «En memoria de Margarita Canales, la mujer luchadora que tuvo que morir para reparar el puente«, reza la inscripción, un recordatorio eterno de su sacrificio al cruzar ese último puente. La comunidad comenzó a considerar el sitio como sagrado, un altar a la Pachamama, donde dejan ofrendas de flores y alimentos, agradeciendo a la madre Tierra por la vida y pidiendo protección para sus seres queridos.

Un comentario

  1. Gracias Sarita por rememorar a Margarita, una mujer luchadora y ejemplo de mujer campesina que día a día hacia frente a las dificultades de la naturaleza y al abandono de las autoridades para dotar de infraestructura segura. Realidad a la que deben sortear niños al desplazarse a la comunidad de Anchachuasi para arribar a su escuela.

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